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Margarita Rosa en clases de piano

Margarita Rosa de Francisco hace una crónica de sus clases de piano en “The New World School of The Arts de Miami Dade College”

Margarita Rosa en clases de pianoMargarita Rosa en clases de piano

La pasión desmedida por cada lección que recibía provocaba un respeto sobrenatural hacia mis profesores, a quienes veía como grandes privilegiados por conocer los entresijos de la diosa de todas las musas. Particularmente el húngaro László Szokolay, mi profesor de PIANO I, despertaba en mí un estado sicológico cercano al pánico escénico del que tanto he sufrido a lo largo de “mi vida en el espectáculo”.

Delgado, de estatura mediana, palidez biliar y con su cabeza mal cubierta por hebras muy finas de pelo rubio claro, nos dirigió un saludo cordial mirándonos a través de dos gruesos lentes verdosos que agrandaban desproporcionadamente el tamaño de sus ojos color “pepa de granadilla”. Cada alumno debía presentarse; todos eran muy jóvenes y me avergonzaba sentirme tan mayor que mis compañeros. Cuando me tocó el turno el corazón me llenó toda la boca, casi no pude decir mi nombre que me sonó al de una flor extraña y espinosa; nunca fui una rosa más roja que esa mañana.

Margarita

El maestro, de unos 50 años más o menos, advirtió mi desacomodo de una forma sutil, pues fue a la única de todos que tributó un leve mohín con sus labios de alcancía y curiosamente, también a la única que preguntó por qué había decidido estudiar música. Ese mismo día nos puso un ejercicio sencillo. En el piano eléctrico adjudicado a cada estudiante, debíamos reproducir una pieza indicada en la partitura con acordes y melodía muy básicos. A los 15 minutos daría vuelta por cada puesto para revisar el progreso o las dificultades que estuviéramos teniendo. Mientras yo resolvía las mías, desde luego multiplicadas por el nerviosismo, aislada en mis audífonos veía cómo el hombre de mirada ultra convexa se iba acercando lentamente a mi lugar, como un barco fantasma rompiendo las aguas melancólicas de algún canal del Danubio. Cuando llegó a mi estación y me pidió que dispusiera las manos sobre el piano, corrigió delicadamente la posición de mis dedos cuyo contacto con las teclas del instrumento reventaban las gotas de sudor que temblaban en la punta de las yemas. El profesor ignoró sabiamente esta evidencia para mí tan bochornosa.


Preocupada por mi desolador debut, esa misma tarde me quedé en una de las salas de estudio practicando mil veces la tonada de notas casi infantiles hasta dominarla durmiéndome en ella. En la siguiente clase me ofrecí para mostrarle “la tarea” como una niña de 10 años deseando deslumbrar a su padre. Mi actitud debió conmoverlo, pues al final me dijo que le interesaba conocer la pieza que yo compondría para la asignatura COMPOSICIÓN I.

De Mr. Szokolay me obsesionaban esas pupilas aumentadas que parecían revelar con detalle su sensibilidad medular como a través de un microscopio. Se sentían en la cuadratura de su quijada los muchos años de dolor contenido, y en el malva de sus ojeras, el brutal rigor de noches de insomnio.

A las 4 semanas mi primera pieza para piano estaba terminada. Aunque era un trabajo no destinado a su materia, quería mostrárselo, como él mismo me lo había pedido. Le entregué las partituras al final de la clase y empezó a mirarlas por encima como un clínico experimentado, lo que provocó en mí cierta fascinación sensual. Aproveché los segundos para solazarme en sus manos de mármol blanco mientras daba vuelta a las páginas con una asepsia honrosa, y en la velocidad con que se sucedían las secuencias de corcheas, fusas y semifusas viajando por el láser de sus anteojos. Le cautivó el ritmo, para él inusual, porque aludía al exótico galope sincopado del bambuco colombiano. Cuando iba a retirarme me llamó con un pianissimo, ” Miss de Francisco…” y me hizo una señal para que lo acompañara. En el trayecto hacia el punto desconocido mi agitación no sabía si ubicarse en el temor o en la alegría de ser tomada en cuenta por mi eminente guía de forma tan inesperada. Abrió la puerta de un anfiteatro en el último piso del edificio donde la penumbra dejaba ver la silueta durmiente de un soberbio piano de cola. Me brindó asiento en la primera fila, puso mis partituras sobre el atril y me dijo, ” su composición es muy original; quiere saber cómo suena en un piano real ? “.

Desde ese minuto nos enlazó un fino cordón de plata que después se reventó perversamente en una maniobra menos sublime, pero no tengo espacio en mi alma, ni en esta página, para contarlo.

Fuente: El Espectador

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Uriel Ardila

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